No puedo menos de repetirme a menudo, motivado por las repeticiones de otros. Uno de los reiterativos es el arzobispo de Oviedo, D. Jesús Sanz Montes. Lo podemos leer en La Nueva España, en crónica de Javier Morán. En la ordenación de tres presbíteros (¡que manía en hablar de sacerdotes, neosacerdotes, espiritualidad sacerdotal, etc.! Más abajo recordaré mi opinión sobre esta insistencia), les aconsejó que tengan «por dentro, un corazón solícito» -magnífico consejo, válido, ¿por qué no?, para todo bautizado- hacia los demás, y «por fuera, que vistáis de curas». El obispo aseguró que esto último «no es empeño mío, sino de la Iglesia».
No quiero cansaros con los propósitos que me animaron a escribir este blog. El titulo “El guardián del Areópago” ya insinúa que uno de los objetivos que persigo es hacer que siga funcionando aquel magnífico instrumento de diálogo y discusión que los atenienses se dieron a sí mismos, y de esto hace ya una porrada de tiempo, para poder opinar libremente sobre los diversos y variados problemas de todo tipo que podían interesar a los ciudadanos. Según el Nuevo Testamente “somos ciudadanos del cielo”, pero mientras caminamos en este valle de lágrimas, somos miembros válidos, no mudos, ni ciegos, ni sordos, de la Iglesia. Y una de las ideas fijas que me mueven es no dejar pasar una en lo que se refiere a la composición íntegra de la Iglesia. Repito por enésima vez: la Jerarquía es parte importante de la Iglesia, pero parte. No es LA Iglesia.
Lo de “vestir como curas” no es ni ley, ni orden, ni, mucho menos, doctrina de la Iglesia. Es deseo de algunos jerarcas de la misma, incluido probablemente el Papa. Pero ni los cristianos ni los presbíteros estamos para cumplir los deseos de ningún prelado. A lo que somos llamados es a actuar según el Evangelio, tal como nuestra mente, y nuestra conciencia, nos lo imponen. Y en las cosas verdaderamente importantes, o directamente relacionadas con el ministerio presbiteral, o episcopal, teniendo en cuenta, evidentemente, las directrices de los que legítimamente están encargados por la comunidad eclesial para ese menester.
Vestir en la calle de una manera o de otra no es, evidentemente, una cosa importante. El Concilio Vaticano II intentó, con toda certeza, sin dejarnos llevar por ninguna interpretación tendenciosa, “desclericalizar” la Iglesia. Como no podía ser de otra forma, no dio ninguna norma práctica y apodíctica sobre la vestimenta de los clérigos. Pero es sintomático que, de modo absolutamente espontáneo, la mayor parte del clero de menos de cincuenta años, se despojó de la llamada ropa talar. Y tan solo mantuvo los ornamentos para el culto. Algunos más jóvenes y lanzados ni tan siquiera esto último. Pero en muy poco tiempo se comprobó que este comportamiento no era adecuado, ni pastoralmente prudente, salvo en ocasiones muy específicas y especiales.
Lo que voy a escribir a continuación puede chocar a los más pusilánimes, pero desafío a quien quiera demostrar lo contrario. Me refiero a la denominación “sacerdotal”. Esta palabra es típica de las religiones paganas. En el Nuevo Testamento no hay un solo texto en el que se llame sacerdote a ningún cristiano. Tan solo, como enseña reiteradamente la Carta a los Hebreos, es denominado sacerdote, “Sumo y Eterno”, Jesucristo, según el orden de Melquisedec, se añade. Ni Pedro, ni Santiago, ni Pablo, ni Bernabé, ni Marcos, ni Tito, ni Timoteo, ni Lucas, nadie en la Iglesia es denominado sacerdote. Por una sencilla razón: porque no lo eran, y porque no eran vistos así por la primera comunidad. Todos participaban por igual del “único sacerdocio” de Jesucristo. Es un error teológico mezclar la singularidad ministerial de los presbíteros o epíscopos con la condición mal llamada sacerdotal. Nadie posee propiamente esta última, a no ser “el pastor y obispo de nuestras almas”, Jesucristo.
No alcanzo a comprender cómo gusta a tantos clérigos en la Iglesia ser conocidos por una identificación típica de las religiones paganas, de la religiosidad natural, o, si queréis algo más selecto y distintivo, del cuerpo sacerdotal del Templo de Jerusalén. Pero todo eso cambió radicalmente –hasta la raíz- con Jesucristo. Y del mismo modo que Pablo se desgañitaba con Santiago y sus seguidores conservadores en convencerlos de que continuar con la Ley y las tradiciones era lo mismo que destruir, o desaprovechar, la Cruz de Cristo, me empeño en recordar a quien se interese que, afortunadamente, se acabó la época de los sacerdotes y de los mediadores. Tenemos un intermediario y un Kyrios que, como afirma con singular belleza un Prefacio de Pascua, es “sacerdote, víctima y altar”. Nosotros, los marcados con el Sacramento del Orden, diáconos, presbíteros y obispos, somos, tan sólo, pero tan maravillosamente, servidores de la comunidad, sin vitolas ni rangos sacerdotales.
Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara