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¿Qué valor económico tiene el trabajo pastoral de la Iglesia?

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“No os inquietéis, pues, pensando: ¿Qué comeremos o qué beberemos o con qué nos vestiremos? Los paganos se desviven por todas estas cosas; pero el Padre celestial ya sabe que vosotros teneís necesidad de ellas. Por consiguiente, buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura. No os preocupéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá ya sus propias preocupaciones. A cada día le bastan sus propios problemas”.

Hoy hemos oído en el Evangelio de la misa ese párrafo del sermón de la Montaña. Dentro del contexto de nos servir a Dios y al dinero, y de la Providencia de Dios con los gorriones y con los lirios. Sin querer comparo este texto con unas declaraciones del gerente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), Fernando Giménez Barriocanal, acerca del total calculado de 43 millones de horas que presbíteros y laicos dedican a la sociedad en los diversos servicios del culto y de la educación religiosa. Afirma dicho señor que “el coste que tendrían estas actividades si hubieran de ser contratadas en el mercado, supondría un importe de 1.889 millones de euros“. ¿Y qué, con eso? ¿Vamos a calcular en valor en el mercado del amor, de la generosidad, del espíritu de servicio, de la experiencia del “otro” como presencia de Cristo? No dice el Señor “lo que recibisteis gratis dadlo gratis?”

También afirma un tal Jesús de Nazaret “lo que haga tu mano derecha que no lo sepa tu izquierda”. El mero cálculo económico de lo que podría significar el trabajo de testimonio y de servicio de los cristianos al mundo, y a sus semejantes, ya es una transformación de la caridad, del “ágape” en trueque, en negocio, en prestación profesional. Aunque no exijamos nninguna contraprestación ni se lo insinuemos. No quiero yo que mis 43 años de ministerio pastoral pase por el cálculo, ni siquiera hipotético, de los economistas al caso. Además, esos cálculos son siempre inexactos, pues no pueden constatar las variables más importantes y más decisivas. Efectivamente, no se puede servir a Dios y al dinero, ni se puede pensar en éste a toda hora. “Eso lo hacen los paganos”.

Una cosa es clara. La “moralización”  del mensaje evangélico, el pasarlo por el tamiz moral y ético de la cultura humana, corre el inmenso riesgo de resultar irreconocible. No todo lo que se supone, o se afirma rotundamente como consecuencia de la ley natural es reversible con la Palabra del Señor en el Eavangelio. Todo lo referente al perdón, hasta setenta veces siete, a poner la otra mejilla, a no oponerse al hombre malo, el amor al enemigo, supera ampliamente las exigencias más elevadas de la ley natural. Con el tema del dinero y las consideraciones económicas sucede lo mismo.

Ni siquiera todo lo que es legal en el ámbito económico humano es legítimo desde la perspectiva ética. Y por supuesto, los cristianos nos tendremos que convencer algún día de que las prácticas que consagra la actual estructura socioeconómica no son, sin más, homologables a la radicalidad evangélica. No nos pase como al papa Inocencio III que no había oído hablar de la pobreza evangélica y se espantó cuando Francisco de Asís presentó su regla y alababa y exaltaba la pobreza como la quintaesencia de los valores del Reino. Ante la cara de espanto de quien no había captado la finura de la Palabra de Jesús sobre la riqueza y la pobreza, no simplemente económicas, sino evangélicas, que son otra cosa.

Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara


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